Vale la pena…

Era miércoles por la tarde. Me sentía cansada. Las demandas del hogar se multiplicaban. En mi mente repasaba las razones por las que necesitaba quedarme en casa, en lugar de asistir a la iglesia.

Se trataba de un servicio especial de Santa Cena en conmemoración a la muerte y resurrección de Cristo. Sabía que necesitaba ir, pero todo dentro de mí gritaba que tenía derecho a quedarme sola.

En efecto, no hay pecado en descansar. De hecho, en ocasiones es lo mejor que podemos hacer. Pero este no era el caso. Había una lucha silente de voluntades. La victoria vendría de negarme a mí misma para rendirme al señorío correcto. Sabía dónde se encontraba el descanso y el gozo verdadero.

Tengo que confesar que dilaté mi obediencia. Preparé a los niños y me cambié sin sentir nada; en modo automático.

Llegamos justo a tiempo. Comenzamos a cantar y poco a poco la Palabra de Dios fue despertando mi corazón. Hice silencio. Escuché las voces de mi familia en la fe cantando a coro las verdades del evangelio como un testimonio vivo del poder de la cruz.

Congregarnos es una experiencia tan personal y colectiva, al mismo tiempo. En el momento de la enseñanza, me senté en el pasillo con los niños. Perdí el hilo del sermón un par de veces, me pregunté si valía la pena estar ahí si mi mente estaba divida.

Pero una vez más, miré a la congregación. Todos estábamos bajo la enseñanza de la Palabra de Dios, declarando con nuestra presencia que nos sometemos a Su autoridad… como una familia.

En ese momento el pastor dijo «¡es un privilegio que participemos de la cena del Señor frente a nuestros hijos!». Lo que estaba viviendo era algo más trascendente que esas distracciones, era una oportunidad de discipulado para mis niños (y para todos los presentes), una dosis de muerte a mi individualismo y un testimonio de mi compromiso de unidad al cuerpo de Cristo.

Un diácono me entregó el pan, los niños querían comérselo, así que lo guardé en la pañalera. En el momento en que tenía que tomarlo junto a la congregación, no lo encontré. Lo busqué en todos los bolsillos, pero desapareció. Cuando tenía que tomar «la copa», Grace tropezó conmigo, y se me cayó el vasito. Para cuando pude recomponerme, ya todo había pasado. Entré la mano en la mochila para buscar una toallita para limpiar el jugo derramado, y lo primero que vi fue el pan. 😂 Me lo comí y bebí las dos gotas de jugo que quedaron en el vaso.

No pude contener la sonrisa pensando cómo ese momento de caos representa la realidad de mi cotidianidad. La sangre de Cristo derramada por mí y su cuerpo molido por mis pecados es todo lo que necesito para enfrentar la vida. Su victoria en la cruz es la esperanza viva que me capacita para dar muerte a mis deseos egoístas. Su ejemplo de servicio me empodera para servir a otros en lugar de servirme a mí misma.

En conclusión, una pequeña dosis de negación a mi individualismo resultó en una gran ganancia colectiva. Valió la pena. Asistir a la iglesia siempre siempre valdrá la pena.

Aquí te comparto este recordatorio para esos días:

Ve a tu iglesia local

Canta las verdades del evangelio que te sostendrán en la semana.

Mira alrededor y observa a tus hermanos en la fe cantando y testificando de su fe en medio de sus penas y alegrías.

Escucha la predicación y responde buscando formas de aplicar la Palabra de Dios.

Saluda.

Sé tú misma, tu identidad está en Cristo.

Haz preguntas que muestren tu interés por los demás.

Detente a orar y a animar a la iglesia.

Sirve a alguien.

Sigue meditando en esas verdades cuando salgas.

Mantente conectada a tu familia en la fe.

No des estas bendiciones por sentado.

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